Hola:
A veces en la vida sabemos todo lo que necesitamos saber para ser lo que deseamos ser, para sentirnos dignos de amor y comprensión. Sin embargo, la memoria no es experiencia, y al final, lo que importa no es lo que pensamos, sino lo que somos capaces de sentir.
Y sentir no tiene que ver con acumular información "interesante", sino con experimentar. Experimentar de forma más o menos guiada, para que esa vivencia nos deje una huella real, una sensación que se vuelva conocimiento.
El verdadero conocimiento no es algo que se piensa; es algo que se siente en el cuerpo. ¿Te acuerdas cuando tu madre te decía “¡no pongas los dedos en el enchufe!”? Todo bien… pero había cierta fascinación con lo prohibido: “¿por qué no?”. Y eso atrae, hasta que un calambrazo te pone en tu lugar. Ya no hay dudas: meter los dedos en el enchufe es peligroso.
La experimentación no está libre de riesgos. A veces, nos electrocutamos de verdad. Y hay experimentaciones tan duras que ni siquiera podemos contarlas. Por eso decimos “experimentos, con gaseosa”. Tiene sentido.
No se trata de experimentar a lo loco, sino de aprender a experimentar. Y eso se aprende solo si nos lo permitimos. Cuando estamos llenos de prejuicios y tabúes, podemos lanzarnos a experimentar desde un lugar oscuro o negativo: no para aprender, sino para castigarnos, culparnos o encerrarnos en dinámicas perversas.
(Perverso, del latín perversio: acción de corromper).
Por eso, necesitamos aprender a experimentar desde un lugar sano. A cultivar una buena relación con nuestra capacidad —y nuestro derecho— de reformular nuestros límites. No se trata de no tener límites, sino de saber cómo adaptarlos con conciencia.
La madurez, al fin y al cabo, no es más que la capacidad de establecer nuestros propios límites de forma sana. Y para reformularlos, necesitamos tener una buena relación con nuestros “síes” y nuestros “noes”.
No deberíamos cruzar nuestros límites porque debemos hacerlo, sino porque deseamos hacerlo. Lo primero viene de la educación. Lo segundo, de saber lo que verdaderamente queremos. Y eso no se piensa: se intuye, se siente… es un pálpito profundo, un movimiento de las entrañas.
Y para que ese pálpito aparezca, necesitamos atrevernos —aunque sea un poco— a explorar nuevos territorios.
Claro que en todo lo que deseamos hacer hay resistencias. Traspasar los límites implica salir de nuestra zona de confort… aunque, muchas veces, esa zona no sea tan confortable como creemos.
Salirnos de lo que “debemos ser” no solo conlleva riesgos, sino que también activa una buena cantidad de prejuicios. Atrevernos a hacer las cosas de forma distinta, a aprender nuevas maneras de relacionarnos con nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestra mente, es —sin duda— un deporte de riesgo.
Pero como todo deporte de riesgo, puede regalarnos emociones intensas, profundas, satisfactorias. A veces hay que atravesar páramos de miedo y dudas… pero al final, los miedos no son otra cosa que deseos disfrazados. Porque, sin deseo, no hay miedo.
“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.”
Antonio Machado
HOLA!, Soy el idiota que escribe esto...
Y quizás sea interesante o tal vez no, no lo sé; Ser o no ser... ese es el verdadero dilema. Este es un espacio para soltarme, un lugar donde dejo fluir mis ideas más disparatadas, donde me entrego a la procrastinación del cuerpo y al impulso mental de vomitar públicamente, para exorcizarme y, quién sabe, quizá también para exorcizar a otros. Ser humano es más complejo de lo que parece, porque hay que saber cuándo soltarse y cuándo atarse. ¿Cuándo cada cosa? Ahí radica la verdadera cuestión. A ojo de buen cubero, diría que ese es el dilema: cuándo ser mitad hijo de Dios y cuándo mitad hijo de puta...
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