La mentira de “hacer lo que quiero”

Esta semana estaba con un paciente hablando sobre la masculinidad. Me compartía su falta de dirección, su ausencia de propósito. Se sentía perdido, sin rumbo. Y eso se transmitía directamente en sus relaciones: vínculos poco profundos, a veces incluso frívolos, donde prometía cosas que luego le costaba —o directamente no intentaba— sostener.

Después de años habitando ese lugar de malentendida idea de “permitirse ser uno mismo”, se encontraba solo, confundido y, lo más importante, profundamente desvitalizado.

Y no son problemas aislados ni exclusivos del sector masculino. La desvitalización y la falta de propósito atraviesan por igual a todos los géneros. Nos sentimos apagados muchas veces por nuestra incapacidad de comprometernos, tanto con nosotros mismos como con los demás.

En apariencia, la propuesta suena lógica: “hacer lo que uno quiere” parece la decisión más honesta y libre. Sin embargo, quizás esa interpretación no sea más que otra coartada elegante para no enfrentarnos a nuestros miedos, a nuestros retos y a nuestros pasados.

El compromiso con uno mismo debería ser intachable. Pero ese compromiso no puede ser con la parte superficial, cambiante y voluble de nuestros deseos inmediatos. El compromiso real es profundo: con lo que uno es por dentro, por debajo de las capas de condicionamientos, neurosis, satisfacciones vacías y resistencias.

Hay una gran parte de nosotros que no puede mirarse a la cara, al espejo del alma.
Hay una gran parte de nosotros que huye de la realidad intrínseca de nuestro cuerpo animal, instintivo y subjetivo.


Y hay una gran parte de nosotros atrapada por nuestra asombrosa capacidad de autoengañarnos, de no entrar en aquello que deberíamos atravesar para contactar verdaderamente con nuestro propósito.

Y esa parte tan “grande”… quizás no sea más que una pequeña parte que ha tomado el control de la verdadera GRAN parte de nuestro ser.

Debajo de ti hay un mundo vasto, complejo, quizá no habitado, quizá incluso rechazado. Una parte profunda de nosotros clama fidelidad a uno mismo, no desde la superficie, sino desde un compromiso poderoso: sostenernos y abarcarnos en toda nuestra complejidad.

Dentro de ti hay un gran vacío fértil, capaz de hacer germinar grandes cosas. Pero, como todo buen jardinero sabe, la fertilidad de una tierra no garantiza por sí sola frutos abundantes. El buen jardinero es quien sabe aplicar dedicación, maña y constancia al sagrado arte de florecer y dar fruto.

¿Qué necesita una semilla para germinar?


Tierra.
Agua.
Sol.

La tierra es la base donde se oculta la semilla: ese lugar embrionario, oscuro y a veces temido donde se esconde lo más profundo de ti. Ese espacio necesita ser aireado, trabajado, labrado. Hay que abrir surcos, aflojar la tierra para que respire, entrar en las heridas profundas, abrazarlas, expresarlas y habitarlas.

Después viene el agua: humedecer la oscuridad y sostener esa humedad. Llorarla. Emocionarla. Recordarla. Abrazar la tierra y penetrarla con el corazón. Las emociones son el agua de la vida; de ahí venimos todos. La vida pertenece al agua. Como decía Bruce Lee: “Be water, my friend”.

Y entonces, cuando la emoción despierta la crisálida, cuando la humedad nos devuelve al cuerpo, llega el sol. La conciencia. Saber, comprender, darse cuenta, hacerse cargo. Respirarlo y sujetarse los machos. Dar luz y calor. Presencia.

Como dicen mis queridos murcianos: “estate en lo que estás”. Una frase sencilla que nos devuelve a lo esencial: hacernos cargo de lo que hay, cargar con nuestro fardo y caminar con él.

Desde ahí podemos decir con contundencia: “con estos bueyes hay que arar”. Es lo que hay. Toma tu cruz y sígueme. Pero tómala. Porque esa cruz es el crisol donde el plomo se convierte en oro. Ese oro solar que solo se transfigura con fuego… y con tiempo.

Y ahí aparece la última ecuación de un propósito digno de un ser vivo y consciente: el tiempo. Justamente lo que menos creemos tener. Para crecer y fructificar necesitamos tiempo. Tiempo para mirar, para sostener, para regular el riego, para cuidar las raíces, para alternar sol y noches de descanso.

Tiempo para que el potencial se vuelva realidad.
Tiempo para que las raíces se afiancen.
Tiempo para que las hojas aprendan a amar el sol sin quemarse.

La reflexión es la fotosíntesis del alma: transformar luz, oxígeno y presencia en alimento.

El tiempo es el oxígeno de la vida. El tiempo solo avanza. La piedra que lanzas no vuelve a tu mano. Más rápido o más lento, todo sigue la ley inmutable del tiempo. El tiempo es Dios caminando con paso firme hacia lo inevitable: madurarnos, prepararnos y, finalmente, caer en la tierra para abonarla. Nutrir lo que vendrá después.

Eso es propósito.
Eso es dirección.
Eso es atender las verdaderas necesidades de nuestro organismo.

Haz que valga la pena el enorme gasto que supones.
Haz que valga la pena para ti, para tu espíritu.

Comprométete a germinar, florecer, echar raíces, fructificar y caer en la tierra. Ese es el propósito real de tu tránsito por aquí: servir a algo más grande que tú, convertirte en invernadero de lo que aún es solo una posibilidad.

Eso hace un buen jardinero.
Sé un buen jardinero.

Haz que valga la pena el sufrimiento inevitable de este paseo espacial.
Haz que valga la pena el gozo de la autorrealización, la dignidad profunda y la hermosa sensación de estar vivo: vitalizado, despierto, atento… y amado.

Eso, eso es lo que realmente quieres.

HOLA!, Soy el idiota que escribe esto...

Y quizás sea interesante o tal vez no, no lo sé; Ser o no ser... ese es el verdadero dilema. Este es un espacio para soltarme, un lugar donde dejo fluir mis ideas más disparatadas, donde me entrego a la procrastinación del cuerpo y al impulso mental de vomitar públicamente, para exorcizarme y, quién sabe, quizá también para exorcizar a otros. Ser humano es más complejo de lo que parece, porque hay que saber cuándo soltarse y cuándo atarse. ¿Cuándo cada cosa? Ahí radica la verdadera cuestión. A ojo de buen cubero, diría que ese es el dilema: cuándo ser mitad hijo de Dios y cuándo mitad hijo de puta...

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