Pues sí, queridos, estaba hoy paseando con mi perrucho, de esos paseos rutinarios en los que debo arrastrar a mi perro para que tenga la dignidad de no orinar nada más salir y forzarme a volver a entrar en casa. Ciertamente es un perro testarudo; ese es el apellido que le puso mi gran amiga María Valverde, "Kazán Testarudo".
Apuntaba maneras desde pequeño. Sí, en la infancia era una especie de pequeño y adorable tiburón. Tenía que estar atento cuando me sentaba en una silla a leer, pues a los tres minutos le escuchaba roer las patas de la silla. Aprendí a leer con un buen trozo de piel seca en la mano y, mientras la roía con ferocidad, con la otra mano sujetaba el libro, y así pasaba el rato tranquilamente.
Sin embargo, es y ha sido un perro maravilloso. Aquí lo tengo ahora, a mi lado, después del paseo, esperando una distraída caricia de esas sin importancia, que ya, después de 11 años, se hace de forma automática, de esas que forman parte de lo cotidiano, como el reloj o el anillo. Lo echas de menos cuando no está.
Pues a la cuestión, paseo con gafas de sol de normal, me molesta la luz o me agobia la sensación de la gente pasar a mi lado, o simplemente me siento más cómodo para husmear en las personas sin que estas se sientan observadas. Visto de negro y, a la mínima, me calzo el gorro de la sudadera para sentirme más cobijado, en lo mío. Hay algo de la amplitud de la vida y, sobre todo, de las interacciones humanas que aún me cuesta, como estar en un supermercado. Ya, con el esfuerzo de años, puedo entrar sin aspavientos, sin quedarme bloqueado sin ser capaz de discriminar la multitud de inputs que me ofrece el espacio. He aprendido a ir directo al grano... casi. La lista y las cosas donde deben estar, a veces cambian de lugar, me da ansiedad, pero acepto el cambio contrariado, busco dónde está el nuevo lugar y ubico de nuevo mi mapa mental.
También suelo ir al supermercado con gafas de sol. Sí, es cierto, no debería, pero he notado que cuando las llevo me siento más tranquilo y puedo disfrutar del paisaje y aprovisionarme de forma mucho más relajada. Aunque mi pinta es la de un perturbado, yo lo soy menos que cuando no lo parezco. ¿Curioso?
En absoluto.
La vida es así precisamente.
¡Vuelvo a mi perro! Pues siendo paseado por él, sí, no nos engañemos, nos paseamos mutuamente, él me pasea un rato, es decir, va donde le sale del olfato y cuando ya no puedo más de tanta sumisión, le paseo yo pegándole un buen tirón. Él acepta el liderazgo y todos felices.
Pues, haciéndolo trotar por la acera, hemos visto a una mujer, bueno, la he visto yo, Kazán olisqueaba el suelo en busca de souvenirs perdidos por la acera. Una mujer entrada en años, de esas señoras que tienen la vida resuelta, que ya está todo hecho, niños criados, hombre sometido, años de extenso esfuerzo para imponer con paciencia y dedicación la voluntad del vulnerable y cambiar las tornas. Pues ahí estaba, llevando consigo un pomerania monísimo, de esos perros que da gusto ver y es un dolor tener. Cepillarlo y acicalarlo para que el pelaje no se convierta en una maraña de pelos irsudos y mal puestos. Creo yo que la señora se dedicó por entero a la puesta a punto de su mascota y poco o nada a pulir su carácter de perro-patada. Era realmente odioso.
Aquello de que los dueños se parecen a sus perros... ¿o era al revés? Pues eso, la acicalada señora debía tener un mal genio escondido por alguna parte porque el perrito llegaba con aires de suponerse bastante más grande e imponente de lo que realmente era.
Kazán es grande e imponente, casi 40 kilos de puro amor y tozudez, distraída paz y tranquilidad y seguridad pasmosa en sí mismo. No ha aprendido a defenderse porque no lo ha necesitado, sin más. Y sin menos, yo soy el protector de la casa. El perro guardián soy yo, su cometido es amar y vivir. Vida de perros.
Pues bien, en la lejanía, la señora me ve, me otea rápidamente y hiergue el cuerpo, me mira y me levanta la cabeza. Yo sigo distraído en el horizonte, al igual que mi perro en una esquina, no nos damos por aludidos. La señora vuelve a insistir con paso seguro hacia nuestra trayectoria, llevaba un buen paso que contrastaba con nuestro paseo distraído.
Su perro nos ve capitaneando la nave, en la proa y pegando tirones estaba ese pequeño samurái haciéndose dueño del barrio, al vernos azuza la marcha, se levanta sobre las patas traseras (se ve que es algo típico en los Pomerania) y pega saltitos hacia su congénere, dejando escapar algún ladrido.
Kazán sigue distraído leyendo las noticias del zócalo de la esquina. Debían ser noticias frescas o de sumo interés, no lo sé, le dejo hacer.
La señora ya nos tiene fichados, somos animales peligrosos, quizás irresponsables. Sí, de esos que capitanean el barrio, sí de esos que someten. Sí, no sabría decir si puede que esté en proyecciones, pero está claro que desde fuera no nos parecemos. El pomerania se acerca rápido, la señora no se ve capaz de dominar a su león y refunfuña ante la insistencia de su bebé. (A todo esto, el jersey que llevaba el bebé era francamente horrendo).
A situaciones desesperadas, resoluciones desesperadas. Al ver la señora que nuestra actitud era marcadamente prepotente y altanera al no percatarnos de la vulnerabilidad de la escena, al no entender que había un peligro latente y palpable y éramos nosotros hacia ella, ha decidido, muy a su pesar, resolver la inminente acometida. De un tirón ha alzado a su bebé y lo ha protegido con sus brazos maternales y magnánimos, salvando a su león de la amenaza que suponía seguir la trayectoria.
El pomerania se ha percatado entonces de que la escena presagiaba una carnicería, que había un peligro inminente del que su dueña le protegía, y se ha empapado de la emoción de su cuidadora. Así pues, la fuerza salvaje ha empezado a ladrar como alma que lleva el diablo, protegiéndose desde lo alto de la torre y protegiendo a su cuidadora querida.
Ahí me he visto teniendo que decir algo. Sí, la escena habría sido graciosa si después de 11 años fuera la primera vez que ocurre, pero no es así, señores míos, es mi pan de cada día, lo normal, lo rutinario, lo trivial. Y como tal, suelo tener una caja de recursos facilones a la que meto mano para suavizar la crispación del asunto.
"Tranquila señora, mi perro no hace nada".
Es la frase mítica. Si me dieran un dólar por cada vez que la digo... estaría en posesión de un negocio pujante, pero no, ni las gracias me dan. Aunque para reforzar la veracidad de mis palabras, esbozo una sonrisa de esas que son impuestas pero a la vez irónicas, que empapan mi frase de ligereza, como sacándole hierro al asunto violento que supuestamente iba a suceder.
Están los que tienen perros porque quieren tener perros y los que tienen perros porque quieren tener niños. Son faunas muy distintas, y la señora era de las últimas. Bueno, un malcriado lo tiene cualquiera, aunque a los ojos de sus padres-dueños, un malcriado nunca lo es.
Todo iba bien; había unas cuantas opciones disponibles para la resolución de esa escena, todas más o menos triviales, unas más hirientes que otras, pues ninguna mamá se siente no orgullosa de su sobreprotección. Así que la defensa de la posición siempre es algo digno de ver.
Y la contestación de la bruja no se hizo esperar, rápida y certera, con un amplio concepto sobre la psicología humana se enfrenta a un maleante (yo) con esta respuesta certera y contundente, aprovechando para sentar cátedra y aleccionarme.
"¡Sí, claro, hasta que lo hacen!"
Y es lo que pasa... en fin... no, señora, de todas las respuestas posibles, no, no trate usted de aleccionarme, no trate de protegerse en su acción diciéndome que es necesaria y justificada la sobreprotección, no trate de decirme lo que es o no es mi perro, ocúpese de sus asuntos. Y sobre todo, ¿me toma por mentiroso? ¿Me está diciendo que la afirmación que le declaro no es cierta? ¿Proyecta usted la poca seguridad que tiene en la no violencia de su prole conmigo?
Demasiado diplomático para mí. Son milésimas de segundo, se me activa no sé qué en la pituitaria, segrego no sé qué cosa y las burbujas sanguinolentas inundan las cuencas de mis ojos. Corren por dentro de mí un montón de conceptos psicológicos que conozco y recuerdo, pero relato uno de ellos: "yo soy mi perro", "Me lo dice a mí". No hago nada hasta que lo hago. Sí, puedes tratar de sonreírme, pero los de tu calaña no son de fiar.
¿Calaña?
Pues sí, es un interesante deporte este de etiquetar calañas; somos seres especialistas en hacer estas cosas, cosa que precisamente nos distingue de los animales. Esa capacidad de discriminar posibles amenazas es ciertamente algo atrofiado. Los perros se huelen, los monos se gritan, los leones se gruñen y los humanos tenemos prejuicios mentales. Podría ser un mecanismo de conservación y protección bueno, pero ¿lo es? ¿O es simplemente una falta de responsabilidad? Quizás eso que decían en la biblia "Ves la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo". Esta frase en el evangelio de Lucas y de Mateo tiene ciertamente muchas interpretaciones que no voy a mencionar, pero de entrada nos habla de algo que nos podemos preguntar: ¿es juicio o el prejuicio?
La verdad es que no me importa mucho el asunto que se tuviera entre manos la señora, no me importan los procesos cognitivos en los que estaba ocupada para justificar su improperio; voy a relatarte mis reacciones.
Nada, unos segundos de tensión, me encojo de hombros y sigo.
Ahora bien, ¿quieres que te cuente qué pasó en esos segundos de tensión?
Me vi abalanzándome sobre la señora; de un zarpazo le arranco el bebé de los brazos y lo lanzo a la carretera; le quito el puto jersey de punto y dejo que se las apañe con los coches que le atropellan; a la señora la agarro por la boca, le abro la mandíbula y se la desencajo hasta arrancársela; abro la boca y me como su cabeza, se la arranco del cuello, la escucho crujir entre mis dientes como torreznos; el cuello empieza a salpicar la sangre por doquier; la gente grita asustada, gruño como una fiera salvaje tragándome cuello abajo la cabeza, despedazo los antebrazos y los desgarro y voy a por el estómago, siempre es una delicia desmembrar, pero más delicioso es succionar las vísceras, sí, es ciertamente un placer, pues al reventarle el estómago los intestinos se desparraman mientras el cuerpo cae en febriles convulsiones que me generan mayor placer si cabe; mientras haya movimiento, hay sangre que succionar. Mis movimientos están acompañados por mi voz, gruñidos varios, a cual más gutural, seguidos de improperios soeces de esos que se santiguan las monjas; ya es todo sangre a mi alrededor, carne despedazada y ni rastro de la señora; el perro corre libre por el campo bañado en sangre y me siento saciado, en paz. Descargado el peso de la tensión del cuerpo me encojo de hombros y vuelvo a mi paseo. A todo esto, Kazán no se ha enterado de nada, olisquear la esquina le ha llevado más tiempo del habitual; ya se ha puesto al día; podemos seguir, me mira. "¿Todo bien, Gerard?" "Sí, calaña, todo bien; hemos vuelto a la selva y nos hemos organizado como animales; eso es todo, todo bien."
Y mi cuerpo está en calma.
Seguimos el paseo.
¡Wow! Abuso de autoridad, machismo, violencia. ¿Qué más? Venga, sociópatas. ¡Ah, no! El sociópata soy yo. Cruel, desproporcionado, en fin... la peor ralea. Si al final... la señora tendría razón.
Te voy a contar un secreto que me enseñó tu cuerpo.
La respuesta de nuestro cuerpo a los peligros o las amenazas está profundamente arraigada en nuestro sistema nervioso autónomo, específicamente en la parte conocida como el sistema nervioso simpático. Este sistema, que se activa automáticamente en situaciones de estrés o amenaza, prepara a nuestro cuerpo para enfrentar el peligro o huir de él—un mecanismo ancestral comúnmente llamado "lucha o huida".
Consideremos, por ejemplo, la forma en que reaccionamos ante un correo electrónico de trabajo que percibimos como amenazante, o ante la presión de una deuda impagable. No hay leones aquí, pero el corazón se acelera, los músculos se tensan, la respiración se vuelve superficial. Históricamente, nuestros antepasados necesitaban estas respuestas rápidas para sobrevivir en un entorno repleto de amenazas físicas como depredadores. Sin embargo, aunque la mayoría de nosotros ya no enfrenta tales peligros en la vida cotidiana, nuestro cuerpo aún reacciona de manera similar ante las amenazas percibidas—una desconexión palpable entre nuestra evolución y nuestra realidad moderna.
Cuando el sistema nervioso simpático se activa, libera hormonas como la adrenalina y la noradrenalina. Estas hormonas son las que hacen que el corazón lata más rápido, que la respiración se acelere, que los músculos se tensen, y que la atención se agudice. Todo esto es una preparación para una acción rápida y eficiente. Pero, ¿Qué ocurre si este estado de alerta se mantiene por largo tiempo? Se desencadena lo que conocemos como estrés crónico, un estado que erosiona nuestra salud física y mental, dejándonos exhaustos y desconectados de nuestra realidad presente.
En un entorno donde nuestra mente está en otro lugar—sumergida en preocupaciones y miedos modernos—y nuestro cuerpo responde como si aún viviéramos en las cavernas, es crucial encontrar maneras de calmar este sistema de defensa.
Así pues, es muy posible que suframos todos de estrés crónico.
Reconocer las tensiones y las manifestaciones mentales como la agresividad es esencial para nuestra salud y bienestar. Este proceso de reconocimiento no es simplemente un acto de autoconsciencia; es una estrategia de liberación que nos permite manejar de manera efectiva las emociones y respuestas corporales que, si se ignoran, pueden llevarnos a un estado de estrés crónico y deterioro emocional y físico.
La agresividad, como una de estas manifestaciones, a menudo se considera negativa. Sin embargo, en el contexto de la psicoterapia y la autoexploración, reconocer y expresar nuestra agresividad puede ser terapéutico. La agresividad no canalizada puede manifestarse en forma de ira reprimida, frustración y hostilidad, lo que a su vez puede contribuir a la tensión muscular, problemas digestivos y un sistema inmunológico debilitado, entre otros problemas de salud.
Y si no puedes explorarla (quizás comerse la cabeza de alguien no sea adecuado en estos tiempos), puedes reconocer tus impulsos agresivos, no desecharlos como injustificados o negativos, sino hacerlos presentes, vivirlos y reconocerlos, hacerles un lugar siendo este un espacio de autorregulación y liberación.
Ahora bien, habrá mucho mancebo que me dirá: es que si uno se permite el pensamiento y lo justifica puede llevarle con mayor rapidez a la respuesta física y por lo tanto a la agresión.
Te respondo, figura.
Primero, es importante distinguir entre reconocer y actuar impulsivamente sobre la agresividad. El proceso de reconocimiento y validación de nuestros impulsos agresivos no implica necesariamente una licencia para actuar de manera perjudicial hacia otros o hacia uno mismo. Más bien, el enfoque terapéutico busca proporcionar un espacio seguro donde estas emociones puedan ser exploradas y entendidas, no reprimidas ni expresadas de manera dañina.
Validar no es justificar.
Cuando hablamos de "hacerles un lugar" a estas emociones, nos referimos a un proceso de reconocimiento y exploración dentro de un marco terapéutico controlado. Esto significa que uno puede reconocer un impulso agresivo y aceptar su existencia sin necesariamente justificar un comportamiento agresivo. La diferencia clave aquí es entre entender las causas de un impulso y darle rienda suelta.
El proceso de hacer espacio para estas emociones involucra educar a las personas sobre cómo identificar y manejar sus emociones de forma constructiva. Por ejemplo, al sentir un impulso agresivo, uno podría:
Reflexionar sobre la raíz de este sentimiento.
Discutir estas emociones en un ambiente terapéutico.
Canalizar esta energía a través de actividades físicas o creativas.
Utilizar técnicas de respiración o meditación para manejar la intensidad emocional de manera saludable.
O la más suculenta y somática: Hacerse consciente, disfrutarlas y liberarse.
La preocupación sobre el riesgo de que el reconocimiento de la agresividad lleve a actos físicos de agresión es comprensible. Sin embargo, la represión de estos impulsos puede ser igualmente peligrosa. Si no se reconoce y se maneja adecuadamente, la agresividad reprimida puede manifestarse en comportamientos pasivo-agresivos, deterioro de las relaciones e incluso problemas físicos y mentales, como los que te he mencionado: tensión muscular, problemas digestivos y un sistema inmunológico debilitado.
El desafío no está en suprimir estos impulsos, sino en aprender a vivir con ellos de manera que enriquezcan nuestra comprensión de nosotros mismos y mejoren nuestra capacidad de interactuar con los demás de manera respetuosa y empática. Esto, en última instancia, contribuye a un bienestar emocional más profundo y a una sociedad más consciente y compasiva.
Así que... puedes usar el impulso, no reprimirlo, usarlo para liberar esta tensión que reprime nuestro instinto y nos enferma y nos mata lentamente, puedes usar ese impulso agresivo para liberar la tensión, la agresividad y los males del alma. Puedes aprender que no existen emociones buenas o malas, sino auténticas o no.
"La verdad os hará libres".
Encárate con tu verdad, sé consciente de ella, ese es el gran paso. El problema al ocultar, al juzgar y al reprimir es que perdemos de vista la verdad intrínseca de nosotros mismos. Recuerda que somos animales conscientes, pero animales al fin y al cabo y es sumamente importante que te lleves bien con tu animal interno, pues este dirige realmente tu felicidad.
Los condicionamientos mentales muchas veces no limpian y ordenan, sino que están cargados de prejuicios y educación que muchas veces castran impulsos sanos. A veces le damos demasiada importancia al civismo y la educación enmarcados en el "qué dirán" y la verdad es que no te acuestan con eso, sino con tus propias torturas internas, sentimientos de culpa y represiones, donde aspiras a ser aquello que "debes ser".
Te entiendo, es necesario para vivir en una sociedad construida bajo la vanidad y es necesario vivir en ella. Ya lo decía Gurdjieff, "vive en el mundo pero no pertenezcas a él" así que saluda a la señora y por dentro reviéntale el estómago a bocados y no, no es como dice la cultura judeocristiana, a veces con imaginar es suficiente, eso libera la energía del cuerpo pues el cuerpo lo hace real ¿eso es cruel? más cruel es reprimir la verdad del cuerpo, constreñirlo, tensarlo y matarlo lentamente bajo el yugo de los prejuicios. ¿Qué eso no es lo que "debería ser"? ok, te entiendo, no lo es ¿alguien es realmente lo que "debería ser"? ¿o nos pasamos la vida tratando de alcanzar una imagen que no se alcanza más que con anestesiar, ocultar y reprimir la "verdad".
Bueno, ahí te dejo con la dicotomía y te regalo una frase final de Guillermo Borja que a su vez la aprendió de Fritz Perls:
"Todos somos mitad hijos de dios y mitad hijos de puta".
Es una lástima que el mitad hijo de puta tenga una descripción negativa, pero así es como tenemos considerada nuestra parte animal. En fin...
Sí, mi perro es una mala bestia, y gracias a Dios, tú también.
Te leo en comentarios y abrimos debate...
Gerard,
HOLA!, Soy el idiota que escribe esto...
Y quizás sea interesante o tal vez no, no lo sé; Ser o no ser... ese es el verdadero dilema. Este es un espacio para soltarme, un lugar donde dejo fluir mis ideas más disparatadas, donde me entrego a la procrastinación del cuerpo y al impulso mental de vomitar públicamente, para exorcizarme y, quién sabe, quizá también para exorcizar a otros. Ser humano es más complejo de lo que parece, porque hay que saber cuándo soltarse y cuándo atarse. ¿Cuándo cada cosa? Ahí radica la verdadera cuestión. A ojo de buen cubero, diría que ese es el dilema: cuándo ser mitad hijo de Dios y cuándo mitad hijo de puta...
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