«En estas fiestas señaladas…»
¿Pero qué fiestas ni qué hostias?
¿Qué coño estamos celebrando?
¿Lo sabes tú?
Te voy a contar un secreto personal.
A mí estas fiestas —la Navidad— me han dado pánico toda la vida.
En mi infancia, mi madre no estaba bien. No por maldad, sino por procesos personales no resueltos, crisis de pareja, una absoluta falta de gestión emocional que se traducía en gritos, tortazos y otras formas de violencia.
Encerrarnos en habitaciones oscuras sin apenas comida durante días.
Obligarnos a trabajar hasta la extenuación.
Aislarnos del mundo conocido, recluidos en una casa de campo en medio de la nada.
Catorce hermanos indefensos frente a una madre que no sabía lidiar con su frustración relacional y que descargaba su rabia contra el eslabón más débil de la cadena familiar.
Qué bonito.
Las Navidades eran el maquillaje perfecto para el creciente desasosiego de un hogar roto.
Una forma de autoengañarnos, de fingir que todo estaba bien.
De suponer que había armonía, que el ambiente era agradable, que el amor navideño flotaba en el aire.
Pero no era así.
A veces la Navidad no es más que eso: maquillaje.
Una actitud fingida.
Un postureo social donde todos debemos sonreír, gastar y brindar, porque “es lo que toca”.
Y seguimos mintiéndonos año tras año.
Le decimos que no a nuestros instintos y volvemos a blanquear la realidad para no hacernos cargo de ella.
Cenas con familiares que no nos aportan nada.
Regalos inútiles.
Un sinfín de gestos forzados que pasan factura.
Bebemos de más.
Comemos de más.
Reímos de más.
Fingimos de más.
¿Resultado?
Un enero de mierda.
Un febrero negro.
Dos meses al año para volver a regularnos después de tanto exceso o tanta represión, tantas risas falsas, tanto buenismo narcisista y tanta hipocresía.
Porque sí: a eso que llamamos “estoy bien” muchas veces habría que llamarlo la hipocresía de la nueva normalidad.
El año pasado viví mi mejor Navidad, y fue de la forma más sencilla posible.
Decidí que no haría más posturas fingidas.
Que no vería más familiares que no me aportaban nada.
Que no sería condescendiente.
Que no blanquearía un año entero de dinámicas tóxicas por una cena con pavo y ciruelas.
Y no hice nada.
Me quedé solo en casa.
Y no me asusté.
Al contrario: me tranquilicé.
Me costó tomar la decisión. Las llamadas volaban:
—¿Te pasa algo?
Sí. Hasta ahora sí.
Pero ahora voy a hacer lo que me sienta bien.
La cena de Navidad la pasé con mi perro.
Como cualquier otro día.
Sin villancicos que han perdido todo atisbo de espiritualidad.
Encendí la estufa.
Me calenté.
Acaricié a mi perro.
Me preparé la cena.
Me senté en el sofá.
Y me quedé ahí. En silencio.
No había nadie a quien sonreírle por compromiso.
Y, por primera vez, pude sentir el verdadero espíritu navideño dentro de mí.
Me acordé de mi pasado.
Del miedo.
De la angustia.
De los sabores amargos.
Y también de la hipocresía condescendiente.
Y me hice cargo de mis asuntos.
Me abracé en un abrazo real.
Ese abrazo que nadie te da en Navidad.
Me sonreí con una sonrisa íntima, de satisfacción profunda, por estar conmigo, por no abandonarme después de tantos años.
Sentí que yo era mi mejor amigo.
Que pasara lo que pasara, yo estaba ahí sosteniéndome.
Y que era yo quien debía decirme:
“Ha sido un buen año.”
Era conmigo con quien debía reconciliarme.
Con lo que me culpaba.
Y celebrarme por las victorias emocionales que había librado.
“Soy mejor persona que el año pasado.”
¿Cómo lo sé?
Porque soy más amable conmigo.
¿Y qué es ser amable?
Etimológicamente, amable no significa “el que trata bien a los demás”, sino:
“El que es digno de ser amado.”
“El que merece ser amado.”
Esa noche, sí: el espíritu de lo que fuera que esto significó en su origen estaba ahí conmigo.
Y lo celebré.
No para que se fuera después de las comilonas, sino para que se quedara conmigo el resto del año.
Mi mejor amigo soy yo.
A la mañana siguiente me levanté temprano.
Saqué a pasear a mi perro.
Me senté en una terraza a tomar un café.
Estaba tranquilo.
Estaba feliz.
Mi sonrisa era la de alguien que ha pasado por el infierno muchas veces y ha aprendido a agradecer las batallas como aprendizajes que ya no necesitan repetirse.
Miraba a la gente pasar, corriendo hacia otras comidas, otros compromisos.
Lo entendía.
Yo también estuve ahí.
Al final es una agonía:
tantas luces,
tanto ruido,
tanta prisa,
tantas obligaciones.
Yo ya no tenía nada más que a mí mismo.
Y era suficiente.
Solo necesitaba un café.
No sé cómo será este año.
Quizá participe en algún evento social.
Quizá no.
Lo que sí sé es que no voy a hacer nada hipócrita.
O, al menos, lo intentaré.
No dejaré que estas “fechas señaladas” me arrastren a abandonarme.
Guardaré el mejor pedazo de la vida para mí.
Lo merezco, coño.
Porque he estado aquí conmigo más que cualquier amigo.
Porque me he acompañado más que cualquier pareja.
Porque me he sostenido más que cualquier maestro.
Es mi carga.
Es mi peso.
Y también son mías mis alas.
Así que volaré conmigo en el mejor momento del año:
ese momento para mirarse de verdad
y hacer un acto de honestidad suficiente
como para tratarse de forma AMABLE.
Este año volveré a tomarme un café.
Con mi perro, mientras viva.
Acariciando su pelaje lentamente.
Y quizá —de forma nueva— compartiendo ese momento con alguien a quien amo de verdad.
No alguien que me distrae, sino alguien que me invita a ser mejor persona.
Este año, mi perro —como desde hace trece años—
y, de forma novedosa, Sonia.
La mujer que alimenta mi corazón.
Le cogeré la mano.
La besaré con ternura y pasión.
Le dejaré verme, una vez más, en mis luces y en mis sombras.
Le hablaré de mis recuerdos.
La escucharé hablar de los suyos.
Y ahora dime…
¿Cómo lo pasarás tú?

HOLA!, Soy el idiota que escribe esto...
Y quizás sea interesante o tal vez no, no lo sé; Ser o no ser... ese es el verdadero dilema. Este es un espacio para soltarme, un lugar donde dejo fluir mis ideas más disparatadas, donde me entrego a la procrastinación del cuerpo y al impulso mental de vomitar públicamente, para exorcizarme y, quién sabe, quizá también para exorcizar a otros. Ser humano es más complejo de lo que parece, porque hay que saber cuándo soltarse y cuándo atarse. ¿Cuándo cada cosa? Ahí radica la verdadera cuestión. A ojo de buen cubero, diría que ese es el dilema: cuándo ser mitad hijo de Dios y cuándo mitad hijo de puta...
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